El Tunel



(*****)
Aquel gélido y no apreciado, aquel confuso y borroso recuerdo que invade mi alcoba de manera arbitraria. Noches, noches insospechadas. Se arrastra por el roble amazónico y trepa con sus garras hacia mis sábanas. Las garfas se anclan ferozmente. Permanece calmado y observa, observa con la inocencia de un niño, con la determinación de un francotirador. Espera, espera y luego ataca.
Entonces inicia el descenso hacia el pozo, aquel pozo lleno de sombras. Sus grandes y oscuros dedos tocan cada centímetro de mi piel, cada centímetro de mi conciencia, de mi alma. Son criaturas humanoides que se deforman con cada latido, con cada respiración. El descenso es largo y desesperador; las paredes pulidas no dejan que el condenado se aferre, no dan oportunidad. Cuando la angustia esta por consumir todo mi aliento, es cuando el descenso termina. Se enciende una luz, las sombras se vuelven personas y el pozo se vuelve una época. Las pupilas se tornan mitóticas a tal punto de casi desaparecer. La luz intensa arde, pero el ardor, extraña y contradictoriamente, no duele. Y entonces estoy en mi ciudad, en aquel lugar donde crecí. Miro mis manos y adivino tener la edad de 13 años.
(****)
Todo es tan real y colorido, un paisaje armonioso; pero por algún motivo, que ya abandonó la memoria, apesta. Algo desconocido apesta. Entonces aparece ella, con su cabello color trigo, ondulado y fulgente, cuyas curvas marean la cordura y el paisaje cambia de repente. Su presencia transforma la escena, la torna en una película anticuada en escala de grises, de tonos apagados y bordes turbios. Me guía por un sendero olvidado. Se nos unen tres conocidos, conocidos por ella y, de alguna forma, conocidos míos. Hablamos poco, más bien, hablamos banalmente. Me doy cuenta que mi boca se mueve sola, emite sonidos, palabras y en el breve descanso entre frases, gesticula emociones, gesticula una sonrisa. Era feliz entonces, me digo a mi mismo, no al cuerpo que se mueve sin consentimiento alguno, no a mi yo de 13 años. Lo comprendo, soy un tercero en este extraño mundo.
Me pierdo en los cristales verdes, cristales vivos donde se encuentra mi reflejo, observo aquel olvidado semblante y mi esencia en respuesta se vuelve fría y precipita. Estamos comiendo algo que compramos algún día, en alguna gasolinera, antes de llegar a este lugar desconocido. Los comensales son mis amigos, no lo recuerdo, lo deduzco. Ríen, charlan y de pronto se ponen de pie, dirigen a cámara lenta su mirada hacia ese agujero oscuro que posa frente a ellos, frente a mí. Deciden explorarlo, me niego, pero nadie escucha, solo escuchan al valiente pasado de este hombre desmemoriado. Lo miro cada vez más cerca, no son mis pasos que me aproximan hacia él, es el agujero el cual viene hacia mí, hacia ellos. Mis folículos pilosos responden y se yerguen, mi cabeza estalla en un dolor enojoso, mis piernas invisibles se adormecen y se mueven temblorosas al compás de una melodía fúnebre. Se acerca, se acerca y luego devora.
Inicia otro descenso, esta vez más corto y menos pesadumbroso.
(****)
Nos devoró, nos devoró y ahora estamos en su asadura. Recorremos el lugar, exploramos y esperamos algo que desconocemos, algo que incluso mi pasado desconoce. Nos llevamos por el hilo invisible de un rumor, supongo, es lo más probable para mi raciocinio. Garabatos adornan las paredes oscuras, frías y desprovistas de encanto alguno. La humedad llega, no pide permiso y se cuela por los diminutos circuitos hasta terminar en el sistema límbico donde lo procesado no agrada al sistema, no agrada a mis sentidos. Seguimos la única dirección, doblamos a la izquierda, derecha y nuevamente a la izquierda. Lo sinuoso nos despierta de la sosa excursión.  Las dedicatorias que jamás serán leídas, tal vez sí, nos sacan risas, exclamaciones, bochornos. Volvemos al sopor, del cual salimos de inmediato al escuchar voces. El miedo quiere salir a saludar pero lo imposibilitamos, las voces son familiares. ¿Familiares? Me pregunto y entonces recuerdo que aquello es ajeno, recuerdo que soy un tercero, recuerdo que no hay memoria de ello.
Figuras de muchachos en plena juventud asoman, nuestra misma edad, en ese entonces claro. Ojos sin brillo alguno, apagados y fuera de este lugar. Sin esperanza, sin futuro, niños al fin y al cabo. A esa edad muy pocos se plantean un futuro, muy pocos miran por la lente del porvenir incierto. Pero ellos, ellos apenas conocen la existencia de aquella lente invisible que acompaña a su propietario hasta que la “fortuna” o los años lo vuelven polvo. Un sentimiento de pura indiferencia, si como sentimiento se le puede considerar, transmiten a mis conocidos. Siento ser parte de ellos, pero en ese instante no prefiero serlo. Tal vez sea por “ella”, pienso. Pronuncian mi nombre y saludan, sin palabras, lo hacen con un leve y apenas perceptible gesto.
Sus sonajas, aquellos frascos de lata llenos de pintura comprimida, burlan el silencio y lo aniquilan con retumbos. Nos alejamos a paso lento mientras observo aquella área, un espacio blanco y pulcro, donde ya no apesta. Aquello me hipnotiza, no encaja, pienso. No pertenece a las sucias entrañas de ésta rocosa serpiente. Las sonajas emiten un siseo al respirar y entonces sus babas de colores maquillan aquel lugar, transformándolo, camuflándolo. Nos alejamos y nos acercamos a una luz, a la salida o tal vez a la verdadera entrada. Pero la luz ahora asusta. No quiero seguir. Nuevamente aquellos cristales verdes aparecen frente a mí, me tranquilizan y sigo adelante. La luz se aproxima. Cega, cega y luego quema.
El descenso ya no se nota.
(****)
La caja tonta, transmite algo que mis nuevos ojos tratan de enfocar y mi defectuoso cerebro de interpretar. Ya no me encuentro con ellos. Él reemplaza a los “conocidos”, estoy seguro de quién es, aunque no lo digo, no lo pienso. Mira fijo al televisor mientras juega con un mondadientes, que se ha convertido en una sola fibra de madera. Su cabello entrecano y lacio tiene una distribución senil, su ceño siempre fruncido resaltan aquellas arrugas, diminutas arrugas de la mediana edad. Es mi padre, por fin me digo.
Los puntos centellantes de la pantalla van tomando forma gradualmente hasta convertirse en una imagen. En ella está una joven reportera hablando en un idioma desconocido para mis oídos. Luego, como si un enano de dos milímetros estuviera en mi cabeza maniobrando botones, hasta llegar a una frecuencia, logro entender el mensaje. Habla de una tragedia. Su voz es muy expresiva, transmite asombro, incredibilidad, temor. Es una noticia fuerte para el pueblo. Ahora habla de la víctima. Su nombre en el membrete de la parte inferior de la pantalla no me dice nada, tal vez antes lo había escuchado, tal vez lo había pronunciado. Luego muestran su imagen. Lo reconozco. Es uno de los tres sin futuro que en el nivel anterior me saludaron. Muestran imágenes de la escena. La imagen es pixelada hasta convertirse en censura. Tal vez es su dormitorio, pienso. Luego asoman imágenes de color rojo, rojo sangre. Es sangre. La imagen me genera náuseas y me marea insoportablemente. Ya no quiero ver la caja tonta, miro a otra dirección y me encuentro con mi padre quien balbucea en un idioma mudo. Cuando por fin mi cuerpo se rinde y antes de perder la conciencia, un hilo invisible sale del monitor, perfora mi pecho y mi hombro. Emergen más hilos que se desvían de su dirección y se deforman, flagelando mi piel. Cortan, cortan y luego decapitan.
(****)
Despierto de un profundo sueño de solo segundos de duración. Rápido, como acto reflejo, a manotazos débiles busco mi cabeza para comprobar que continúa sobre mi cuello. Estoy en un salón de clases, sentado en un pupitre en la última fila. Todos parecen atender firmemente al profesor, pero luego me doy cuenta de que sus rostros no reflejan atención, sino dolor. Todos están en duelo. El pedagogo habla de literatura moderna sin tener, en ese momento, la menor idea de ello. Vuelvo a encontrarme con los cristales verdes, pero esta vez se ven lejanos, con menos brillo. Estoy con la cabeza gacha, mis ojos nadan en un dolor desconocido. Abro el cuaderno de apuntes que descansa sobre mi pupitre y me encuentro con una fotografía. No tengo conocidos en la guindilla, ni se dónde husmear para encontrar algo así. Es una fotografía del crimen, es una fotografía de la víctima, es una fotografía macabra. En ella posa el cuerpo póstumo del conocido sin futuro. Aquello me aterra, pero el sentimiento se intensifica al analizar detenidamente la instantánea. Le habían trazado cortes profundos en la piel del tórax y del abdomen. No solo en la piel, también llegaban a los músculos. Pero sus formas eran lo inquietante. Similares a un grafiti, con su firma tallada en la fosa iliaca izquierda, su firma supongo. Firma de quién. ¿Firma del autor? ¿Firma de la víctima? ¿Firma del asesino? Entonces aquellos trazos se vuelven ridícula y espantosamente familiares. Aquel mosquetero líder, aquel mosquetero sin futuro, los realizaba en muros y paredes de viviendas pobres, de vecindarios más miserables.
Cierro el cuaderno de golpe, y de pronto todos fijan su mirada vacía hacia mí. No quiero estar ahí, me incomoda y me estresa espantosamente aquel lugar. Grito y noto que las miradas, ahora interrogantes, se acercan. Quiero irme. Quiero bajar. Ahora quiero seguir bajando. Llevo mi cabeza con gran velocidad hacia la superficie del pupitre. Me golpeo, me golpeo y luego desaparezco.
(***)
Me tele-transporto a la boca de la serpiente. Entro a paso tímido, dudo, pero luego prosigo. Aquel coraje se evapora cada vez que me adentro a donde la luz abandonó hace siglos aquella construcción fría y sin alma. En el viaje me acompañan espectros que vuelan confusos sobre mi cabeza. Tienen el cuerpo de un hada, sus alas centellantes se mueven a una velocidad imperceptible y sus rostros se asemejan a los de un duende. En sus encías sangrientas asoman colmillos grandes y peligrosos como los de una tarántula. Cantan de forma espantosa, casi llegando al grito. Me advierten del peligro, me recuerdan lo peor del pasado y lo enfermizo que será mi futuro. No me doblego y entonces las hadas mutantes se transforman en luciérnagas, y estas finalmente en mosquitos moribundos que huyen del álgido lugar.
A los diez minutos todos mis sentidos me avisan de que había llegado a mi destino. Aquello me vuelve a tranquilizar. Un lugar parsimonioso me da la bienvenida. Posee un aroma que nunca antes había invadido mis circuitos, sus paredes reflejan serenidad y sosiego, su oxígeno arrastra paz en su paseo hacia mis pulmones. El grafiti del conocido ya no está. La calma se desvanece lentamente y el lugar sale de su aparente irrealidad. El miedo recorre en forma de escarcha desde el cogote hasta las plantas. Me pongo en marcha para salir de ahí y entonces tropiezo con un objeto, con objetos, corrijo. El aroma se vuelve etílico, el silencio se vuelve alboroto y la serpiente se vuelve tumba. Apresuro el paso y luego de eternos minutos, como si de un oasis se tratara, aparece la entrada, que ahora bautizo como salida. La salida de esta tumba poco pretenciosa.
Salgo de una pesadilla y me sumerjo en otra. A la salida me había esperado pacientemente un cuerpo, un cadáver. Sus ropas sucias y holgadas se encargaron de la presentación. Hola, soy un sucio y ebrio vagabundo, saludan. Los ropajes comienzan a deshilacharse y las fibras con vida propia abandonan el cuerpo tieso y azulado. Me arropan como si buscaran calor, como si buscaran otro dueño. Las telas húmedas y mugrientas vuelven a formar escarcha pero esta vez la escarcha viaja de abajo a arriba.  Me sofoca y su hedor ingresa y se bifurca por los dos caminos. Mi estómago quiere regresarlo y mis pulmones expulsarlo, pero es inútil ningún músculo se ofrece a ayudar. Me arropa, me arropa y luego me ahoga.
(****)
Vuelvo a respirar y el lugar vuelve a cambiar. Esta vez ya no estoy junto a mi yo adolescente. Hay vacío. No había vuelto a respirar, simplemente había expulsado lo ajeno de este lugar. Se trataba de un lugar inhabitable, sin oxígeno, sin gracia. Hay vacío, un vacío que contagia mi existencia y la hace dudar. Se ve un fondo blanco sobre pulpa de madera, decorado por trazos uniformes de tinta negra. En el centro estaba dibujado en blanco y negro aquel cadáver. Alguien se había tomado la molestia de incrustar fragmentos de vidrio en todo su cuerpo. Recuerdo, aquellos fragmentos habían irrumpido la tranquilidad de aquel lugar. Y de alguna forma los mismos fragmentos habían brotado de la piel seca y poco turgente de aquel vagabundo.
Trepo y escalo por las horizontales de las eLes, Es, Pes, Tes, As, Ges,
Bes y Zetas. Quiero volver a subir. A medio camino las negras compañeras se desprenden del fondo y se fusionan conmigo. Me fundo en el plano. Me fundo con el todo, con la nada. Oscurece, oscurece y luego desaparezco.
(***)
Regreso al pacifico lugar. Mi cuerpo transpira sin piedad, el corazón juega un deporte mortal y mis ojos se deslustran sin motivo. Todo se invierte al reencontrarme con ella, al reencontrarme con aquellos vidrios verdes, verdes esmeralda. Sonríe y siento que el tiempo no pasa. Su vestido blanco sirve de guía en aquel sendero oscuro y tramposo. Siento que algo apresa mi alma. Algo se mofa. Hay otra persona en aquel lugar. Se descuajeringa y estruja mi alma, la estrangula con las mismas ganas con las que su tétrica sonrisa muestra sus deformes dientes. Desaparece.
Vuelvo hacia ella. Ya no hay sonrisa, ya no hay blanco, ya no hay luz. Apenas logro ver aquel rojo. Su vestido se había teñido de granate. Los vidrios verdes habían perdido su brillo. Ella se había ido.
Un fluido espeso y maloliente avanza gradualmente por las asas de la serpiente. Arrastran los restos y desperdicios. Una ola tubular atiza mi entumecido cuerpo. Me regurgita. Me arrastra, me arrastra y luego muero.
(*****)
Viajo a un lugar, esta vez, conocido. Estampado de un blanco puro. Donde no lo noto, pero corre el tiempo. Aquí vuelvo a respirar. El olor agrada, no apesta. El vacío se llena, la nada se ahuyenta. Al fin sonrío, tal vez sonrío. La pesadilla se ha ido.
Sonrío, sonrío y luego respiro, respiro de verdad.

—Darx Duvald

Comentarios

Entradas populares de este blog

El Cuervo De La Viuda Fols